Lo Afro: mundos perdidos y mundos posibles

Investigadoras de las universidades nacionales de Avellaneda y Córdoba recorren la historia de lo afro en Argentina: su ocultamiento, los procesos de racialización y opresión, con la mirada en su reconocimiento y recuperación.

Por Mariela López Cordero (@MarLopezCordero) para SeT + ETC

Diana Hamra Robaina, docente investigadora en la  Universidad Nacional de Avellaneda (UNDAV), y Eugenia Gastiazoro, también docente investigadora pero en el Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales (CIJS, dependiente del CONICET y de la Universidad Nacional de Córdoba), participaron, cada una por su lado, en la organización de un evento que cruzaba la ciencia con la música, la celebración, el activismo y lo mundano, usando como melaza que amalgama y entreteje, a lo afro. Así, simultáneamente, a 700 kilómetros de distancia, por iniciativa de personas que no se conocen entre sí, lo afro funcionó como un eje que permitió horadar el hermetismo que muchas veces tiene la academia, para hacer ingresar desde lo lúdico, lo festivo, lo artístico, todos los cuestionamientos que trae consigo incluir una mirada otra, postergada, perseguida y ocultada. Un cuestionamiento a un sistema que incluye pero excede a la ciencia. Y, a su vez, esas fisuras que se abren, hacen de canales de comunicación, de diálogo y de co-construcción, para tramar alianzas y pensar otros mundos posibles. “Eso es la esencia misma de lo africano, la vida cotidiana, eso que describís”, concuerda Diana.

Pero antes de eso, antes que nada, ¿qué es lo afro? O mejor aún, ¿qué es lo afro en Argentina?, ¿de qué estamos hablando?

Negro de alma

Hagamos un ejercicio, pensemos en un esclavo de la época de la colonia en América… sí, esos esclavos. En el imaginario de los argentinos, según señalan las investigaciones de Diana Hamra Robaina, lo africano, la esclavitud y lo negro, van de la mano. Y esto es en la escuela, en la tele, en la literatura y en el sentido común de casi todos nosotros. Para empezar, según el planteo de la investigadora, todas las personas nacen libres, por eso, lo correcto es llamar esclavizados a aquellas personas que son o fueron colocadas en condición de dependencia y propiedad por parte de otra persona. Pero, además, recalca que ese estado es creado y aceptado socialmente.

“Los esclavizados en el imaginario son siempre negros, siempre están semidesnudos, siempre tienen grilletes. Esta es una construcción que hicieron los colonizadores e implica una imagen en la que se los despoja de su humanidad, supone que son ignorantes, que no pudieron haber traído consigo aportes valiosos. Sin embargo, estos africanos que fueron secuestrados desde sus lugares de origen, tenían su propia cultura, arquitectura, artes, profesiones y desarrollaban sus vidas en grandes ciudades, como Benin en la actual Nigeria, Kumasi en la Ghana actual o Tumbuctu capital del imperio de Mali, ciudad que en el siglo XIV era cinco veces más grande que Londres”, cuenta la investigadora.

Además, siguiendo con la imagen que reconstruye la investigadora de la UNDAV, en su animalidad, primitivismo e irracionalidad, son libidinosos, con impulsos sexuales desenfrenados y de ahí toda una serie de prejuicios -y fantasías, cómo no podía ser de otra manera- que ya conocemos. “Hay legislación de Indias que planteaba cómo tenían que ir vestidas las mujeres negras o mulatas, porque los padres de la iglesia se quejaban a la corona porque con sus escotes enloquecían a los blancos y destruían sus matrimonios. La atracción que las mujeres negras generaban en los hombres blancos se vinculó en ocasiones a prácticas de hechicería y brujería y terminaban siendo juzgadas y condenadas por el Tribunal de la Santa Inquisición por sus prácticas demoníacas, aunque los esclavizados habían conocido a través de sus amos al diablo porque no existe esa entidad en su cosmovisión”, explica Diana. 

Pero todavía hay más o, mejor dicho, menos. Representantes de la iglesia católica después de muchos debates, definieron que –a diferencia de los originarios- “los negros eran animales vivientes, malditos de Dios, no tienen alma y, por tanto, son bestias, pasibles de ser esclavizados, de tener un amo, de no disponer de su propia vida. Son maneras de construir un imaginario que justifica la esclavitud, a la vez que inferioriza y degrada a los africanos y sus descendientes, y toda esa construcción –con algunas reelaboraciones y matices- sigue presente”, relata Hamra Robaina.

Negro de piel

A ver, sigamos con el ejercicio. Pensemos en un afrodescendiente, sin hacer trampa, lo primero que nos venga a la cabeza. ¿Cuántos conocemos? ¿Cómo son? ¿Cómo lucen? En muchos casos, con más o menos deconstrucción mediante, persiste la idea de que en Argentina no hay muchos afrodescendientes; no hay negros, salvo los migrantes recientes y sus hijos. Y quienes nos respondemos que sí, que hay más de lo que creemos, inmediatamente pensamos en esos tambores y esas danzas ancestrales, tribales: en esos cuerpos que, cada vez más, muestran orgullosos sus formas y su negritud.

“Pero ahí hay un problema, porque ser afrodescendiente en América Latina implica tener distintos colores de piel, distinta fisonomía que un africano nacido en ese continente, porque son más de 500 años de mestizaje que dan como resultado pieles más o menos oscuras, narices más o menos anchas, pómulos más o menos salientes, si lo vemos desde el punto de vista fenotípico. Lo mismo pasa desde lo cultural, donde la marca africana también se evidencia”, dice Diana, haciéndonos repensar todo. La influencia de lo afro en nuestras sociedades es enorme, invade todos los espacios, porque está entre nosotros, con nosotros, desde hace 5 siglos. Son nosotros; somos

Es nuestra tercera pata identitaria, ocultada, borrada como parte del proceso histórico de construcción de un Estado Nación que se quería europeo, blanco, cristiano y capitalista. Y esto tiene mucho sentido en un mundo en el que lo negro no valía. Como cuenta Diana, “quienes organizaron el país en su origen, negaron la existencia de negros y generaron una serie de mitos como, por ejemplo, que habían muerto todos en las guerras de la Independencia o de la Triple Alianza. Y, si bien es cierto que los mandaban al frente de batalla -lo que provocó muchas muertes de africanos y afrodescendientes-, no implicó la eliminación total de estas poblaciones. Imaginate que el censo de 1778 indicó que, por ejemplo, del total de la población, el 42% en Tucumán, el 54% en Santiago del Estero el, el 44% en Córdoba, eran negros”. 

También hubo otras estrategias de ocultamiento y de blanqueamiento de nuestra población. “Cuando comenzó el enrolamiento al inicio del siglo 20, las libretas tenían una descripción de las personas. Estas lógicas estaban ligadas al positivismo y a las teorías criminalísticas lombrosianas -con contribuciones autóctonas como las de José Ingenieros- que, por ejemplo, centraron la identificación en la caracterización fenotípica y su vinculación con ciertas tendencias criminales innatas. Entonces describían, entre otros rasgos, los ojos, la nariz y el color de piel; pero ya no aparece el color negro en la identificación, sino que todo se unifica en la categoría trigueño, que implicaba la sospecha de no ser blanco sino producto de algún mestizaje”, reconstruye Diana. Y así nos fueron blanqueando.

Ciencia blanca

Acá el ejercicio se hace cada vez más difícil. ¿Cuántos de nosotros podemos dimensionar, realmente, cuán blanca y racista es LA ciencia? A ver, seamos claros, no hablamos necesariamente de las y los científicos, por supuesto. Tampoco de ciertos estudios que buscan abrirse camino haciendo las cosas de otra manera, no se ofendan tan rápido. Hablamos de una estructura, de una institución que, como todas, tiene un origen histórico y cultural; es producto de una sociedad con una cultura dada, que impone sus lógicas, sus procedimientos y, para eso, deja de lado todo lo que no encaja, incluyendo a los díscolos que buscan nuevos senderos, desde adentro.

“La lógica positivista en la que todavía vivimos, sólo valoriza aquellos procesos que cumplen con lo que Bacon o Descartes plantearon como pasos del método científico; y si no es así, no sirve. Los conocimientos y las invenciones llevadas a cabo por nuestros antepasados, son así desvalorizados. No hay una comprensión de que formamos parte de procesos de larga data, a partir de los cuales la ciencia y la técnica fueron recabando los aportes de distintas generaciones que nos precedieron. Y África fue no sólo la cuna de la humanidad como especie, sino también de la cultura. El origen de muchos conocimientos, hoy validados por la ciencia, se encuentran allí”, resalta Diana. 

Más allá de todas estas discusiones epistemológicas y filosóficas -por llamarlas de una manera académica- la ciencia ha contribuido con el racismo explícitamente, brindando argumentos que cumplían con las exigencias del método en su momento y, luego, extendiéndolos más allá aún. Un ejemplo de esto es la ya mencionada teoría lombrosiana, elaborada por Cesare Lombroso que, elaborada a fines del siglo 19, tuvo muchos años de vigencia y dio origen a clasificaciones que aparecían luego como instrumentos de administración y orden en las diferentes sociedades, como es el caso de la famosa libreta de enrolamiento -y hoy continúan instaladas en la llamada portación de cara-. 

A pesar de toda el agua que pasó bajo el puente y de ser una teoría ya refutada, los prejuicios que sustentó subsisten agazapados, disimulados, maquillados. O no tanto. “Hace no tantos años atrás, James Watson, ganador del premio Nobel de Medicina en 1962 por descubrir la estructura del ADN, afirmó la inferioridad de los negros frente a los blancos en relación a su inteligencia y, además, aseguró que la causa de esa diferencia es genética, reforzando afirmaciones sobre la supremacía blanca. La comunidad científica le dio un tirón de orejas, pero no mucho más porque, en el fondo, muchos científicos comparten esa visión, aún sin evidencias científicas”, ejemplifica Diana.

Y del dicho al hecho… no hay tanto trecho en algunos casos. La investigadora de Avellaneda da un ejemplo que pone los pelos de punta: “Cuando comenzó la pandemia de la covid19 y se empezaron a diseñar las vacunas, había que probarlas y unos científicos franceses propusieron experimentar con personas del continente africano. Como si África fuera el laboratorio de la humanidad, porque así vienen tomándolo desde hace mucho tiempo. Por ejemplo, el año pasado se resolvió un juicio del Estado Nigeriano contra Pfizer porque la farmacéutica habría realizado en 1996 un sinnúmero de pruebas para un medicamento contra la meningitis, sin pedir autorización, y murieron 11 niños y otros tantos quedaron con secuelas graves. En el contexto de la covid19, finalmente no probaron en África esas vacunas, pero luego tampoco las vendieron. Entonces, nos preguntamos, ¿esas vidas no valen? ¿Valen menos?”

“Debido al repudio público, las pruebas no pudieron hacerlas en África, ¿sabés adónde las hicieron? En nuestras sociedades. Es decir, que los colonialistas tienen de nosotros una consideración similar a la que tienen de los africanos. Aunque nosotros nos sintamos tan alejados de esas realidades estamos muy cerca porque compartimos las lógicas impuestas por el colonialismo”, agrega Diana.

Cabezas negras

Es que como dice el refrán, “el fruto nunca cae lejos del árbol”. Somos hijos de un sistema y una historia. Eugenia Gastiazoro lo dice mejor: “no podemos pensar desde Nuestra América sin tomar en cuenta que la base de nuestros Estados y sociedades es colonial, racista, patriarcal y capitalista”. Entonces, todos los caminos que encontremos desde ahí, van a llevar más o menos al mismo lugar. “El proceso de construcción de este ecosistema de saberes que llamamos ciencia, también está fundado en cierta violencia epistémica, que conlleva incluso a epistemicidios a través de los cuales determinados actores pueden hablar y otros no; ciertos esquemas de pensamiento son legítimos y otros no. Así, la idea es tratar de abrir estas matrices, repensarlas, cuestionarlas desde otros enfoques”, completa la investigadora cordobesa.

Si queremos soluciones distintas, las culturas afro y afrodescendientes tienen mucho que aportar. Y no sólo las palabras con raíces en lenguas africanas, que nos enseñan desde la escuela, o sus hermosas y rítmicas influencias musicales, ni siquiera sus recetas culinarias; va mucho más allá, a lo medular de nuestra forma de existir.  “Hay sociedades donde los parámetros para desarrollarse no son los establecidos por el mundo occidental, cristiano, blanco, racista, capitalista; sino que tienen otras formas de organización y otra manera de percibir el mundo, de vincularse también. Por ejemplo, la cuestión de género está muy vigente en el mundo occidental, pero hay otras sociedades que no tienen esta problemática porque las tradiciones no piensan sus maneras de relacionarse en esos términos, ven a las personas desde un respeto que no concibe diferencias de género”, agrega Diana.

Entonces, empieza a aparecer algo que todos sabemos o intuimos: las cuestiones de etnia, siempre se entrecruzan con otras claves de dominación, principalmente, de clase y género. En estos territorios andan algunos de los trabajos de Eugenia Gastiazoro, quien a través de la extensión, busca combinar el activismo, la cotidianeidad y la academia. “Intentamos pensar cómo se entretejen estas matrices de dominación que entrecruzan racismo, género y colonialidad, para poder imaginar maneras de descolonizar todo esto que viene desde la historia de occidente. Y cómo poder pensarlo, entonces, desde los feminismos, desde nuestro lugar, Nuestra América -que no es Latinoamérica, porque eso ya incluye una mirada colonial-, por fuera del feminismo mainstream: institucional, blanco, más occidental; a partir de la recuperación de las matrices históricas que nos son propias.”.

Para esto, según cuenta Eugenia, la noción de interseccionalidad es fundamental: “Mara Viveros Vigoya, colombiana, señala que este concepto no hace referencia a una suma de desigualdades, sino que permite pensar las alianzas que se van tejiendo entre distintos sectores, movimientos y cuerpos; que tienen que ver con distintas opresiones: de género, clase, raza o etnia, edad, etcétera. Y es una postura teórica, metodológica y también política”.

Hay alianzas que se traman en la opresión, se alían los dominadores para mantener el status quo y deben aliarse también los oprimidos si quieren revertirlo. La pregunta final, entonces, es: ¿dónde quedará la ciencia en este entramado de poder? “Tiene que haber alianzas porque si bien nosotras, como investigadoras y docentes tenemos privilegios en relación al acceso a derechos económicos, sociales, culturales, las luchas por la igualdad, por la real participación dentro de la distribución o por reconocimiento, nos unen de alguna manera a mujeres que están en situaciones menos privilegiadas, frente a determinados actores económicos o políticos. Y acá la cuestión clave es política, tiene que ver con una forma de ver el mundo: ¿con quienes nos vamos a aliar -desde la academia- en un contexto de opresión?”, concluye Eugenia. 

Otras notas...

La genética al estrado: ¿la ciencia puede modificar una sentencia judicial?

La historia es famosa por lo perversa e inusual. La protagonista es Kathleen Folbigg, una mujer australiana condenada en 2003 a 40 años de prisión por el asesinato de sus cuatro bebés, todos menores a dos años, entre 1989 y 1999. Fue catalogada por la prensa y la opinión pública como la peor asesina en serie del país. Luego de 20 años en prisión, el gobernador de Nueva Gales firmó el indulto y ordenó la liberación inmediata de Kathleen,  a partir de evidencias aportadas por un equipo de científicos y científicas que probaron su inocencia.

Read More »